Para llegar a la máxima unión con Dios en el matrimonio espiritual hace falta estar totalmente purificados en los sentidos y en el alma. Antes de llegar al desposorio, que es como la promesa del matrimonio, hay que pasar por lo que suele llamarse la noche del sentido. Después del desposorio, hay que pasar aún otra purificación más difícil, llamada la noche del espíritu, antes de llegar al matrimonio místico o espiritual. Por supuesto que antes de llegar a la noche del sentido, el alma ya tiene una vida de contemplación y de unión con Dios suficientemente grande como para que pueda soportar las pruebas que se le avecinan.
Noche del sentido
En esta etapa, después de haber recibido gracias extraordinarias, que son como un aliciente eficaz para desear la santidad, y después de haber experimentado en muchas ocasiones los goces inefables del amor de Dios, llega esta noche para despegarnos de toda atadura a las criaturas. El Señor pide renunciar incluso a esos goces espirituales que disfrutaba el alma, aunque alguna vez puedan volver para animarla en el duro camino de la noche oscura. En esta etapa, el alma se encuentra árida y seca, no siente gusto ni atractivo por nada. Debe despegarse de los placeres de los sentidos corporales y buscar en todo la voluntad de Dios y no su satisfacción personal. A veces, se juntan graves enfermedades y fuertes tentaciones del demonio. Pueden venir incomprensiones de los amigos, de los Superiores, humillaciones de toda clase… Y, sobre todo, se sufre del alejamiento de Dios, al que ya no se siente como antes, creyendo que eso se debe a los propios pecados, como si Dios la hubiera abandonado por su culpa. Y, por eso, gime y llora, buscando al Amado ausente, sin el cual no puede vivir. Y lo busca y lo busca y sigue avanzando a rastras sin saber a dónde. Y así se va purificando sin darse cuenta. San Juan de la Cruz diría: A oscuras y segura sin otra luz ni guía sino la que en el corazón ardía. La Madre Carmela de la Cruz, una religiosa italiana con quien tuve la gracia de comunicarme por carta, dice por experiencia: En la noche del sentido, el Señor quiere quitar las malas hierbas del jardín del alma. Quiere hacerla morir a sí misma y a sus sentidos, quitándole toda satisfacción humana y natural, de modo que no halle gusto en nada. Así el Señor le cierra todo camino que la aleje de Él y le hace que se vuelva hacia Él, pidiendo ayuda. El Señor la prepara para ser su esposa y la pobre tortolita, no conociendo las intenciones del Amado, gime, llora y sufre, suplica y clama, porque cree que lo ha disgustado y, por eso, le ha dado las espaldas. ¿Qué debe hacer el alma en esta situación? ¿Desesperarse? ¿Entristecerse? En esas circunstancias, debe volverse a Él con toda confianza y abandono total y debe demostrarle que le sigue siendo fiel. Él la deja navegar en el más puro padecer. Encuentra muchas contrariedades, sufrimientos y humillaciones, y hasta el cuerpo se rebela con enfermedades. Y ella sufre doblemente, pensando que ha ofendido a su Señor. Pero Él espera el momento en que esté purificada para darse a ella como desposado. ¡Oh, cómo desea el esposo divino encontrar jardines de reposo y descanso! Él busca hospitalidad, porque sus delicias están en habitar en templos vivos.
Ella se siente indigna y mala, pero siente unos deseos inmensos de ser desposada, porque no puede vivir sin Él… Y Él la va purificando, porque no tolera el más mínimo pecado. Son duras las pruebas, pero vale la pena por todo lo que vendrá (28). Otra religiosa me escribía: La noche del sentido fue muy dura, pero necesaria para llegar a Él y despegarme del apego a las criaturas. Es como arrancar la fibra más sensible del corazón y de las entrañas, es como quedar en la más completa pobreza y sin el menor arrimo de nada ni de nadie, es el momento de ir a tientas y en la oscuridad más cerrada de la noche hasta gritar con Cristo: Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué hacer, a quién acudir? Se siente frío, miedo, desgana. La soledad aterra y el silencio envuelve el alma y la hace estremecer. Los segundos son eternos y así días y días. Se cree el alma que está perdida, sin remedio, hasta desear morir. Está en un callejón sin salida y no sabe si es un sueño, si delira o si ha perdido la cabeza. No acierta a dar con el porqué de todo ello y no sabe qué hacer. Todo esto es tremendo, pero es la hora de Dios. Él es el único que puede saciar al finito con su infinitud.
¡Qué bondad la de este Dios amor! Te exige que te arranques de cuajo de todo aquello que no es Él, hasta de ti misma. No parece le dé más ni menos el que sufras por ello. Quiere ser Él solo tu dueño y Señor. Así ama Dios, bajando, sufriendo, muriendo. Una noche, cuando bajaba la escalera del coro, fui tirada al suelo por el diablo, dándome fuertes golpes en todo el cuerpo con palabras sucias, ademanes y posturas provocativas. Ya hacía tiempo que me venía molestando con ruidos, poniendo en mi boca blasfemias que ni las había oído en mi vida ni mi corazón las sentía. Esto me hacía sufrir mucho, pero no sabía cómo consultarlo y lo fui pasando en silencio y angustia. El 15 de octubre de ese año 1974 fue la segunda vez que me volvió a tirar y a darme golpes tan fuertes que, al día siguiente, no pude levantarme en todo el día, pero pasó como que eran dolores de siempre, de la columna. Desde entonces, fue una guerra sin cuartel la que me declaró. Mi alma sentía angustias indecibles y me envolvía una densa oscuridad. Me sentía rechazada por Dios. Mi vida era un total vacío, un sin sentido, una condena clara y sin remedio. Con todo, a pesar de mi angustia, no sentía desesperación y seguía esperando sin saber qué. Las noches las pasaba de rodillas ante el crucifijo de la celda. Sólo le decía: Amor, no puedo más. Mándame alguien que me ayude. Alguna vez pensé que mi vida era una farsa y que me debía salir del convento. Pero ¿a dónde? No sabía. Sólo podía esperar y, aunque tropezando y cayendo sin más ayuda que la noche más cerrada y el total silencio de lo alto, dando pequeños pasos en la oración, seguía a paso de tortuga; el caso era no parar. Alguna vez, en medio de tan cerrada oscuridad e impresionante silencio, me parecía ver una pequeña centellita en la lejanía y me decía yo misma: ¿Será Él? Pero pronto desaparecía y la angustia crecía ¿No sería una temeridad seguir empeñada en el camino? ¿Gritar? Volvía a mí el eco de mi grito, haciéndome temblar hasta en lo más hondo de mi ser. Sólo podía esperar sin parar y a rastras seguía… Y seguía como impulsada por una fuerza que, sin ser mía, estaba en mí. Cuando ya mi alma se iba aligerando del peso y de las cosas que le impedían establecerse en Dios. Él me hizo comprender la inmensa riqueza que entrañaba su amistad íntima y me llevó de asombro en asombro, de gozada en gozada, de entrega en entrega. Ya no reparaba en el dolor, aunque lo sentía. ¡Benditas lágrimas que limpiaron los ojos de mí alma y me hicieron contemplar la mirada dulce, serena y amorosa del Dios amor! Al final, llegó la aurora y un nuevo día amaneció para mí.
28
Carmella della Croce, Il giardino dell'anima inabitata, Milano, 1992, p.100.
Tomado del libro: Experiencias de Dios, del Padre Ángel Peña

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