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¨Camino¨

miércoles, 20 de mayo de 2015

Dios Hijo



Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16). Y el Hijo de Dios nos amó tanto que quiso hacerse uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley (Gal 4, 4-5). Y el Verbo se hizo hombre, y habitó entre nosotros (Jn 1,14).

Y quiso sufrir como el que más; hasta morir para demostrarnos su amor. Basta recorrer los Evangelios para darnos cuenta de cuánto amor y cuánta paciencia tenía Jesús con todos los que le rodeaban, empezando por los apóstoles, que no lo entendían. ¡Cómo quería a los niños! Los abrazaba y los bendecía, imponiéndoles las manos (Mc 10,16). Tenía compasión con los pecadores y los perdonaba como a Zaqueo, a Mateo, a María Magdalena, a la mujer adultera, a Pedro o al buen ladrón. Y lo mismo podemos decir con los enfermos, a quienes curaba para darles la alegría de hacerles sentir su amor. A los hambrientos les daba de comer como en el caso de la multiplicación de los panes. Y a todos les daba esperanza, alegría y paz, pues toda su vida fue una entrega total al servicio de los demás, dándonos incluso ejemplo de servicio, lavando los pies a sus apóstoles, algo que sólo hacían los siervos o los esclavos.

Cristo Jesús, siendo de condición divina, se despojó de su rango, tomando la condición de siervo, haciéndose en todo semejante a los hombres; y en su condición de hombre se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2,5-8). Y resucitando nos abrió el camino a la esperanza. No todo termina con la muerte, sino que Él nos espera para hacernos eternamente felices en el cielo. Por eso, en la Carta Magna de Evangelio, que son las bienaventuranzas, nos dice claramente: Felices los pobres de espíritu… los que lloran… los que tienen hambre y sed de justicia… los que padecen persecución… Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan y con mentira digan contra ustedes toda clase de mal por mí. Alégrense, porque grande será su recompensa en el cielo (Mt 5, 1-12). Pase lo que pase en esta vida, suframos lo que suframos, Jesús nos promete una felicidad eterna, si lo sufrimos por su amor, confiando en Él. Ojalá que podamos decir nosotros como san Pablo: Sufro, pero no me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado (2 Tim 1,11). Pero hay mucho más, Jesús nos ha amado tanto que no ha querido abandonarnos y dejarnos huérfanos después de su Ascensión al cielo. Ha querido permanecer junto a nosotros para que, en cualquier momento en que tengamos problemas podamos acudir a Él para hablarle personalmente y recibir sus bendiciones. Él ha querido quedarse con nosotros físicamente, también como hombre, y no sólo como Dios, en el sacramento de la Eucaristía. Ahí esta esperándonos todos los días como un amigo. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os digo (Jn 15,14). En la Eucaristía está esperando nuestra compañía y nuestras visitas de amigo a amigo, para tener la alegría de bendecirnos y abrazarnos en el momento de la comunión. En la comunión eucarística nos unimos también a Padre y al Espíritu Santo, que están presentes en la hostia consagrada. En la comunión recibimos fuerza y amor para mejorar y superar las dificultades de cada día. La Eucaristía es el mejor alimento espiritual para unirnos a Dios y llenarnos de su amor. Por eso, Jesús nos dice: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre y el pan que yo le voy a dar es mi carne para la vida del mundo (Jn 6,51). El que come este pan vivirá para siempre (Jn 6,59). Jesús nos ama, no tengamos miedo de acercarnos a Él, que nos espera con los brazos abiertos en la confesión para perdonarnos y que nos espera para darnos su abrazo en la comunión. Vayamos a Él con la confianza de un amigo, que nos sigue diciendo a cada uno como a Jairo: No tengas miedo, solamente confía en Mí (Mc 5,36).

La hermana Magdalena de Jesús sacramentado escribió: Jesús hostia ha ejercido siempre en mi alma una atracción especial. Alguna noche me quedaba en vigilia después de Maitines hasta la mañana, cuando se levantaba la Comunidad. Y ¿qué hacía durante esas tres horas de noche allí sola con Jesús? No sé decirlo, pero sí sé que en mi pensamiento estaba fija la idea de una misión que tenía que cumplir y a la que debía prepararme. Él me disponía y trabajaba en mi pobre alma cuanto más estaba con Él junto a su divino Corazón, horno de amor (14). Otra religiosa me escribía: Ayer todo el día lo pasé mirando a Jesús con ojos “nuevos”, con mirada nueva y lo he visto tan hermoso… Él me ha llamado, me ha acariciado, acercándome a su Corazón, abrasado de amor, y me ha dicho: Esposa mía, mi querida, mi amada. Ven, reposa, sáciate y repara por tantas ofensas y por tanto desamor. Déjame que continúe en ti mi vida y que sufra en tu propia carne lo que falta a mi pasión. ¿Cómo puedo vivir así? No me lo explico. Nunca he sido tan activa como lo soy ahora. Cuanto más adentrada estoy en Dios, más fecunda es mi vida. Él me está comunicando su misma fecundidad. En la oración, especialmente en la Eucaristía, lo recibo, en la actividad lo doy. Mi alma es un servicio al plan de Dios sobre mí. Las almas me lo reclaman, la Iglesia, los sacerdotes, mis hermanas… Siento como un reclamo de amor de mi Dios, una exigencia de su amor. Jesús es un océano de vida y de amor y yo me sumerjo en Él al comulgar, y con Él entro al mar infinito de la Trinidad.

La venerable María Angélica Álvarez Icaza dice: Jesús, enamorado apasionadamente de mí, me buscaba, me atraía, me acariciaba, besándome con tal ternura que yo no puedo comparar con nada sus besos de amor. ¿Serán los besos ardientes como de una madre? No, más, mucho más. ¿Como los de un esposo? No, muchísimo más. ¿Pues cómo? Como Dios. No se pueden explicar, sólo gozar de ellos entre inefables júbilos (15). Y escribía: Lo he sentido, Señor, Tú me has besado. Con ósculo de amor mi alma te toca y con profundo amor pide a su amado que le dé otro beso de su boca… He sentido la unión santa y divina que mi alma con su Dios ha celebrado. Como se une una gota cristalina con un inmenso mar, ilimitado. He sentido la unión, supremo instante, celestial donación, feliz herida, en que el alma se estrecha con su amante en que queda de amores derretida. Sólo una cosa sé; en adelante, ya no hay entre los dos tuyo ni mío. Mi voluntad será la de mi amante. Mis intereses son de Él y en Él confío.

14 
Madre Magdalena de Jesús sacramentado, Apóstol del Amor, Ed. Anaya, Salamanca, 1971, p. 295.
15 
Libreta Nº 8 N° 160.

Tomado del libro: Experiencias de Dios, del P. Ángel Peña

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